Juan Carlos Kreimer
Meditar no consiste en sentarse con las piernas cruzadas y las manos hacia arriba para lograr otro estado mental, sentarse “es” ese estado. Del mismo modo, sentarse con piernas hacia abajo, moviéndose a la par de los pedales, y con las manos apretadas al manubrio también “es” en sí mismo el estado mental propio de la bici.
En la meditación, la operación fundamental a realizar es llamada de varias maneras: “no iniciar” “no empezar”, “dejar ir”, “dar lugar a un pensamiento no sustentado”. Si un objetivo tiene, es simplemente el de crear un marco, un encuadre de disciplina, para que se descubra lo que está en el núcleo. De cada uno.
La práctica no tiene ni comienzo ni fin. El meditador regular, el cinturón negro de cualquier arte marcial y el artista veterano lo saben. El ciclista que nunca deja de practicar, también. Por eso no se queja y repite las mismas rutinas que quien recién empieza a percibir esa interiorización.
Al incorporarlo sensorialmente, el objeto bici se vuelve una extensión de nuestro cuerpo, otra extremidad. Llega a transmitirnos su estado, lo que necesita en cada momento, e interpreta los impulsos que le llegan del cerebro a través de nuestros puntos de apoyo. Prácticamente desde que aprendemos a andar, establecemos ese diálogo. Por instinto, sin darnos demasiada cuenta. Para el Zen andar “es” ese diálogo.
No idealizo. Simplemente advierto que cruzar en bici la ciudad y barrios aledaños produce un efecto diferente que hacerlo en coche o autobús. No se viaja en un cajita de zapatos mirando por los agujeritos, estás adentro de lo que ocurre, no solo mirándolo. Hay una relación entre el estar en esos momentos presentes y la sensación de presencia de la que habla el Zen.
Abrir la atención a todo lo que sucede, mirarlo sin quedar fijado, expandir la visión en lo visto y en las retinas es para el Zen una presencia mental plena. (...) Frente a una de esas casitas se destaca un cantero cubierto con flores de un tono violeta intenso. Tal vez eso sea insignificante y no merezca más atención que la del instante y su sentido, si alguno tuviera, sea permitir al ojo de la mente saltar de sus surcos habituales.
Redescubrir, reencontrar, reconciliar, despertar. Despertar... ¿a qué? A que nada de lo que está a nuestro alrededor es otra cosa que el Ser.
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Tampoco el futuro ocurre nunca. Podemos imaginarlo, ubicar en él proyectos y expectativas. Pero cuando está a punto de volverse presente, el ahora se lo fagocita y convierte inmediatamente en pasado. Podemos tomar previsiones, no “vivir” en el futuro. Somos ahora mismo. Este pie que empuja el pedal. Estas manos en el manillar. Esta mente enloquecida que se resiste a dejarse llevar por la experiencia zen de las dos ruedas...
Somos este momento. Este momento es todo lo que tenemos. Por inasible que nos parezca. Pedaleamos y los minutos pasan sin que nos demos cuenta. Es el momento presente quien avanza y se desplaza como si estuviera siguiendo a la rueda delantera. Tiempo y espacio son lo mismo.
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Arriba de la bicicleta, el cuerpo parece perder su peso y la mente expandir su conciencia.
Viene, vuelve a irse,
Algo de eso sigue
por debajo.
Percibir la bici entre las piernas como una prolongación de Eso hace olvidarme de este cuerpo. Olvidar primero el proceso de análisis, pronóstico y decisión que debo hacer segundo a segundo. Olvidar que hay dos entes separados, uno vivo y otro funcional. Olvidar los cinco puntos de contacto físico que nos unen. Olvidar que las ruedas apoyan en el pavimento. Que hay infinidad de otros entes a mi alrededor. Cuerpo, bici y camino se funden y mi mente queda afuera del tiempo, afuera del recorrido, afuera del cuerpo.
Si hay un yo presente es el de la experiencia.
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Si pedaleamos entre los árboles, pedaleamos con la serenidad que hay entre los árboles. Si vamos entre los coches, vamos entre los coches y la actitud es diferente: los coches son parte de nuestro trayecto. No somos solo alguien aislado entre los coches: somos una relación hombre-bici-coches, y la mente lo percibe. Es ella la que los liga.
Dejar que por la mente pase lo que vamos viendo/percibiendo, dejar entrar esas imágenes por lo que son, sin hacer ningún comentario ni interpretación, como si las viéramos por primera vez, y al mismo tiempo sin quedar adheridos a su recuerdo, es decir, dejando que las nuevas las vayan desplazando y ocupando ese lugar en el asombro, crea el tipo de concentración necesaria para mantenernos en un aquí y ahora discreto.
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Esa sonrisa interior que se refleja en el rostro de la mayoría de los ciclistas urbanos tiene mucho de este liberarse de sí mismo y del pasado. Cada instante que vive sobre la bicicleta, con todo lo repetitivo que pueda parecer su práctica, le trae a la conciencia el asombro que ofrece cada momento presente. Siempre.
Esa es la experiencia invisible: la directa.
Juan Carlos Kreimer es autor del libro "Bici Zen. Ciclisimo
urbano como meditación", de Editorial Kairós.