Patricia Abarca. Matrona, doctora en Bellas Artes
Tiene que ver la inteligencia con la capacidad de decidir? Para responder a esto debemos discernir qué es la inteligencia, comprender que poseemos diferentes tipos de inteligencia y que, además, tenemos un complejo mecanismo psicoemocional que nos lleva a ponerla o no en práctica. Generalizando, podemos definir la inteligencia como una aptitud que nos permite utilizar y procesar tanto la información interna como la que nos llega externamente, para dar respuesta a las demandas de la existencia, solucionar los problemas que se nos presentan, al mismo tiempo de crear y elaborar aquello que necesitamos para hacer la vida más plena.
El psicólogo Howard Gardner postula siete tipos de inteligencias diferentes: la inteligencia intrapersonal, la corporal, la lingüística, espacial, musical, la cognitiva y la interpersonal. Es decir, al parecer estamos dotados de una inteligencia múltiple que nos permite Ser y actuar en el mundo conjugando todos los aspectos de nuestra humanidad.
El filósofo y catedrático español José Antonio Marina, en su libro "Aprender a vivir", diferencia dos niveles operantes en el despliegue de la inteligencia: en un primer nivel se encuentra la inteligencia generadora, que es la que asimila, busca, almacena y procesa la información; produciendo deseos, sentimientos, ideas, expectativas, etcétera; el otro nivel se corresponde con la inteligencia ejecutiva, que viene a ser la que dirige la puesta en marcha, la que negocia con nuestros impulsos y emociones, para hacernos entrar en acción y concretar aquello que la inteligencia generadora propone. Lo que diferencia a las personas que sobresalen en algún aspecto de su vida es la capacidad de poner en práctica la inteligencia que tienen; ya que el ser conscientes de que la poseemos no asegura que la traduzcamos en hechos concretos y por ello José Antonio Marina reconoce la capacidad de tomar decisiones como uno de los componente de la inteligencia ejecutiva.
La inteligencia ejecutiva está regulada por nuestra historia vital, por los mensajes recibidos y las creencias internalizadas en nuestra psiquis desde la infancia; creencias y hábitos que van moldeando el sentimiento de autoconcepto y que orientan las pautas con las que nos regiremos en nuestra vida de adultos. Si nuestro carácter genéticamente es fuerte, en alguna medida se sobrepondrá a los mensajes negativos provenientes de los padres o del entorno como pueden ser la agresividad, el pesimismo o la indolencia, permitiéndonos tener un pensamiento autónomo y ser críticos con aquello que nos llega desde fuera; sin embargo, si nuestra genética en términos de carácter es débil, probablemente internalicemos estos hábitos y creencias poco apropiados, condicionando nuestro pensamiento y pudiendo llevarnos incluso a comportamientos destructivos.
Por esta razón no todos respondemos de igual modo, cuando por ejemplo la vida nos obliga a cambiar de rumbo: para algunas personas el despido en el trabajo supondrá un bloqueo, cayendo en depresión por miedo a la incertidumbre económica o por el sentimiento de incapacidad; en cambio, otras lo percibirán como un estimulo, un reto por superar o una oportunidad para vivir una experiencia diferente.
Continuando con la misma idea, pero desde otra perspectiva, nos enteramos semanas atrás de la muerte por sobredosis del conocido actor Philip Seymour Hoffman; como en muchos otros casos, cabe preguntarse por qué este artista fue incapaz de cortar con ese espiral que le condujo a la muerte, qué mecanismo emocional lo llevó a recaer en la droga después de haber estado 23 años sin ella, o por qué no tuvo voluntad cuando más la necesitaba.
En el camino que realiza nuestra psiquis desde que surge el deseo hasta el momento en que decidimos la acción -optemos por inhibir o complacer el deseo y siendo conscientes del beneficio o el daño que nos puede traer-, entran en juego factores como el autoconcepto y la autoestima, así como los patrones de pensamientos, creencias y hábitos que hemos ido adquiriendo desde el nacimiento, configurando un íntimo engranaje, neurológico y psicoemocional que confluye -como expone José Antonio Marina- en un mecanismo de autorregulación emocional. A mayor autorregulación emocional, mayor capacidad de dirigir la conducta de acuerdo con las necesidades reales y con los propios recursos.
Para potenciar la autorregulación emocional es necesario fomentar el pensamiento crítico y el sentido del deber, un deber que debe ser enunciado por la propia inteligencia y el sentir ético de cada persona; de esta manera, obedecemos a algo que nosotros mismos nos hemos propuesto para nuestro bien, y no a una norma o un consejo que viene desde fuera. De este modo, nos permitimos gobernar aquellos impulsos que van en contra de la meta autopropuesta: como cuando se decide dejar de fumar y se controla el impulso por propia convicción en búsqueda de un mayor grado de bienestar y no porque los demás nos repitan que fumamos demasiado o porque la publicidad diga que provoca cáncer.
Es más fácil autorregularse emocionalmente cuando hemos internalizado los engranajes de dicho mecanismo en la infancia, pero es necesario tener claro que con conciencia y voluntad podemos también lograrlo de adultos; para ello es necesario aprender a desarrollar el pensamiento crítico para regular impulsos y emociones, necesitamos profundizar en la reflexión para saber deliberar y decidir entre las posibles opciones que pueden surgir.
Otra cosa fundamental de la que nos habla José Antonio Marina es el ejercicio de la autodisciplina, ya que ella nos refuerza el hábito y la voluntad que necesitamos para ejecutar la acción, concretando así lo que nos hemos propuesto.
En síntesis, este proceso conlleva el aprender a decidir entre lo que "se debe hacer" o lo que "se quiere hacer"; a partir de ahí encontraremos la clave que nos guiará, no sólo a ser conscientes de que poseemos una inteligencia, también -y lo más importante- aprenderemos a conducir nuestra vida de forma inteligente. Recordemos que ser libres no significa hacer lo que uno quiera, ser libre significa liberarse de ataduras: lo que se traduce en elegir y actuar en conciencia según las necesidades reales, en coherencia con los propios recursos y con el máximo de responsabilidad ante uno mismo y ante los demás.