Luz Monteagudo González
El cuerpo lleva la cuenta, incluso de aquello que creemos que solo la mente registra. Los sucesos traumáticos que ni siquiera podemos recordar están ahí, en el cuerpo, y esas improntas se manifestarán mediante patrones de ansiedad, depresión, miedos irracionales, falta de energía o angustia. El cuerpo lleva la cuenta hasta de aquello que inconscientemente, para evitarnos un sufrimiento mayor, hemos borrado de la memoria.
Hoy sabemos que, aunque la depresión puede tener diferentes causas, un importante porcentaje de casos tiene su origen en traumas no resueltos. Esto se debe a que, cuando experimentamos un suceso traumático, el cuerpo se reorganiza para lograr un único objetivo: la supervivencia.
El cerebro cuenta con dos sistemas para detectar potenciales peligros que puedan amenazar nuestra supervivencia: la amígdala y los lóbulos frontales. La amígdala cerebral es algo así como una torre de vigilancia lejana, de manera que a veces no sabe evaluar si el peligro que percibe es real o imaginario. Si ve fuego a lo lejos, no se detiene a averiguar si se trata de un edificio en llamas o una cerilla, sino que se limita a enviar potentes señales de alarma que desencadenan la liberación de cortisol y adrenalina con el objetivo de prepararnos para escapar o combatirlo. Los lóbulos frontales, por otra parte, son los encargados de verificar hasta qué punto es real esa amenaza. Son los que comprueban si el fuego proviene de una simple cerilla o de algo más peligroso.
Lamentablemente, tras el episodio traumático, este tándem amígdala-lóbulos frontales queda alterado. Por un lado, la amígdala tenderá a interpretar muchos estímulos externos como señales de peligro, detectando amenazas hasta en el más mínimo estímulo. Por otro, los lóbulos frontales, encargados de discernir si el peligro es real o imaginario, reducirán su actividad al mínimo. A partir de ese momento, con la amígdala desbocada, la vida se experimenta como una peligrosa jungla plagada de depredadores, de modo que toda la energía vital se centrará en la supervivencia. Puesto que la voz de la razón de los lóbulos frontales se mantiene inactiva, nada impedirá que la amígdala propague el estado de pánico por todo el organismo. Lo que hará la amígdala es algo así como movilizar a todo un cuerpo de bomberos cada vez que vemos una cerilla. Este proceso puede repetirse varias veces a lo largo del día, lo que termina por agotar la energía vital.
Prácticamente, todos los esfuerzos por abordar los traumas, así como las depresiones y otras patologías con origen en estos, se han centrado en cambiar la bioquímica cerebral mediante el uso de fármacos. Es innegable que muchos de estos fármacos son una valiosa herramienta a corto plazo, sin embargo no están exentos de efectos secundarios indeseables. La anhedonia, resultado de una disminución de la intensidad de nuestras reacciones a estímulos placenteros, es tal vez uno de los más preocupantes. Dejamos de sentir lo malo, pero, lamentablemente, también lo bueno. En cuestiones de salud mental, no cabe duda de que nuestra sociedad está hipermedicada. Aunque los psicofármacos pueden salvar vidas, también es cierto que muchos antidepresivos y ansiolíticos se recetan como si se trataran de soluciones permanentes cuando, en muchos casos, solo funcionan como parches temporales. Con o sin fármacos, el sufrimiento padecido sigue ahí, silenciado y agazapado en el cuerpo.
Los hallazgos de Bessel Van der Kolk marcarán un punto de inflexión a la hora de idear nuevas formas abordar el trauma. En su obra "El cuerpo lleva la cuenta", descubrimos cómo actividades como el teatro, la EMDR, el yoga y la terapia hablada centrada en el uso del lenguaje permiten recuperar memorias olvidadas para poder trabajarlas de una manera segura y sin grandes catarsis emocionales. También descubrimos casos sorprendentes, como el de Annie, una joven que con la práctica del yoga recupera la memoria de los episodios traumáticos de su infancia que dieron lugar a su depresión. Tras revivirlos en un marco de seguridad y confianza, esta paciente adquiere una nueva visión de sus recursos y fortalezas de adulta. Esa nueva visión de sí misma le permite dejar atrás un pasado que estaba condenada a repetir y en el que su propio cuerpo se había convertido en su peor enemigo.
Es precisamente esa visión la que nos ayuda a entender que ahora sí podemos con lo que entonces nos resultaba insoportable. Esa poderosa nueva visión de nosotros mismos, que surge de la experiencia del cuerpo, es la que nos saca del pasado y nos resitúa en el momento presente, nos llena de compasión hacia nosotros mismos y, finalmente, nos devuelve a la vida.
Si deseas profundizar más en la temática de este artículo, te recomendamos la lectura de "El cuerpo lleva la cuenta", de Bessel van der Kolk (Editorial Eleftheria)