Pilar Ivorra
Estamos a punto de entrar en la época más entrañable del año, la Navidad.
Y más allá de todo el tema comercial de regalos, compras, adornos, fiestas... más allá de los convencionalismos que nos obligan a ciertas actividades... más allá de que sea una época de conexión, reflexión y regocijo para los cristianos creyentes... mucho más allá de que sea una época de encuentros y reencuentro, o quizá por eso mismo, para algunas personas la Navidad significa algo bien distinto.
Cuando era niña, mi padre solía traernos en Navidad unas barras de caramelo grandes que hacíamos pedacitos y nos sabían a gloria, seguramente por lo diferentes, porque era Navidad o las traía él, nuestro papá.
Un día mi papá se murió, yo tenía siete años, y esta época del año, que antes evocaba un momento familiar de vacaciones, regalos y alegría, pasó a ser la más triste del año.
El mío es solo un ejemplo, ni siquiera el más triste ni el más dramático, solo uno más de los miles en que las navidades dejan de tener el sentido que le da la mayoría.
En Navidad se acentúan el dolor y el malestar que viene de la soledad, la pérdida, el desencuentro, el aislamiento y la pérdida de sentido de la vida, la escasez.
Es bien sabido que aumentan los intentos de suicidio, las visitas a urgencias en los hospitales y las llamadas a los teléfonos de ayuda. Porque no es fácil estar solo, enfermo, marginado u olvidado, haber perdido a seres muy queridos, empobrecido, desorientado y falto de ilusión. Pero lo es aún más en Navidad. Mi más profundo respeto a todas las personas que viven situaciones angustiosas.
Sin embargo, aún con todo, si somos capaces de no caer en la trampa social, ni en la televisiva, ni en toda trampa que quiera hacernos vivir la Navidad como algo obligatoriamente de una determinada manera, podemos aprender algo de estas fechas.
Podemos aprender a acompañarnos aún más a nosotros mismos, a honrar las pérdidas de seres queridos con nuestra vida y nuestra felicidad, a atrevernos a reunirnos con nuestra familia de Alma, haciendo que los encuentros sean eso, encuentros verdaderos.
Podemos sobreponernos a toda la parafernalia navideña y sentir, sentir realmente al Espíritu, quizá no el espíritu navideño, pero si el Espíritu en el que todos estamos cuidados y protegidos, del que todos somos parte, ese Espíritu que cada día nos acoge y nos permite seguir viviendo.
En vez de dejarnos atrapar por "lo que me falta para vivir una Navidad feliz", decirnos que cada día es un día para celebrar todo eso que la Navidad pregona: la conciencia de la unidad, el amor, la sonrisa fácil, la amabilidad, la honra a nuestros muertos, el acompañamiento entre los que aún estamos aquí.
Puedo quedarme llorando y pensando cómo me gustaría volver a saborear aquella barra de caramelo, solo un pedacito pequeño que me llevara de vuelta a una niñez, a una vida con papá. O puedo cerrar los ojos y evocar la energía de mi padre, ponerle ante mí y brindarle la mejor de mis sonrisas, darle las gracias y decirle "yo estoy viva y parte de mi éxito en la vida, te lo brindo, porque es tuyo, y aunque tú estás muerto, mientras yo viva, vives en mí".
Puedo, ante cualquier situación y época del año, sentirme pequeña, vulnerable y miserable, o puedo ponerme de pie como cada día y sentirme agradecida de estar viva y ser. Triste, dolida, apenada, rabiosa quizá, sintiéndome mejor o peor... pero viva, presente y confiando, una Navidad más...