−Capitán, el chico está agitado y muy preocupado debido a la cuarentena que nos han impuesto en el puerto.
−¿Qué te inquieta, chico? ¿No tienes bastante comida? ¿No duermes bastante?
−No es eso, capitán, no soporto no poder bajar a tierra y no poder abrazar a mi familia.
−¿Si te dejaran bajar y estuvieras contagioso, soportarías la culpa de infectar a alguien que no puede aguantar la enfermedad?
−No me lo perdonaría nunca, aun así para mí la han inventado a esta peste.
−Puede ser. ¿Pero si no fuese así?
−Entiendo lo que quiere decir, pero me siento privado de la libertad, capitán, me han privado de algo.
−Y tú prívate aun más de algo.
−¿Me está tomando el pelo?
−En absoluto. Si te privas de algo, sin responder de manera adecuada, has perdido.
−Entonces, según usted, si me quitan algo, ¿para vencer debo quitarme alguna cosa más por mí mismo?
−Así es. Lo hice en la cuarentena hace siete años.
−¿Y qué es lo que se quitó?
−Tenía que esperar más de veinte días sobre el barco. Eran meses que esperaba de llegar al puerto y gozar de la primavera en la tierra.
Hubo una epidemia. En Port April nos prohibieron bajar. Los primeros días fueron duros. Me sentía mal, como ustedes. Luego empecé a reaccionar frente a aquellas imposiciones no utilizando la lógica. Sabía que tras veintiún días de este comportamiento se crea una costumbre, y en vez de lamentarme y crear costumbres desastrosas, comencé a portarme de manera diferente a todos los demás.
Reflexioné sobre aquellos que tienen muchas privaciones cada día de su miserable vida y decidí vencer.
Empecé con el alimento. Me impuse comer la mitad de lo que comía habitualmente, luego seleccioné los alimentos más digeribles para no sobrecargar mi cuerpo. Pasé a nutrirme de alimentos que, por tradición, habían mantenido al hombre saludable. El paso siguiente fue unir a esto una depuración de pensamientos malsanos y tener cada vez más pensamientos elevados y nobles. Me impuse leer al menos una página cada día de algún tema que no conocía. Me impuse hacer ejercicios sobre el puente del barco. Un viejo hindú me había dicho años antes que el cuerpo se potencia reteniendo el aliento. Me impuse hacer profundas respiraciones completas cada mañana. Creo que mis pulmones nunca habían llegado a tal capacidad y fuerza. La tarde era el momento de las oraciones, la hora de dar las gracias a cualquier entidad por no haberme dado el destino privaciones serias durante toda mi vida.
El hindú me había aconsejado también tomar la costumbre de imaginar la luz entrar en mí y hacerme más fuerte. Podía funcionar también para la gente querida que estaba lejos, y así esta práctica también la integré en mi rutina diaria sobre el barco. En vez de pensar en todo lo que no podía hacer, pensaba en lo que habría hecho una vez bajado a tierra. Visualizaba las escenas cada día, las vivía intensamente y gozaba de la espera.
Todo lo que podemos obtener enseguida nunca es interesante. La espera sirve a sublimar el deseo y hacerlo más poderoso.
Me había privado de alimentos suculentos, de botellas de ron, de imprecaciones y tacos. Me había privado de jugar a las cartas, de dormir mucho, de ociar, de pensar solo en lo que me habían quitado.
−¿Y cómo acabó, capitán?
−Adquirí todas aquellas costumbres nuevas, me dejaron bajar después de mucho más tiempo del previsto.
−¿Lo privaron de la primavera entonces?
−Sí, aquel año me privaron de la primavera y de muchas cosas más, pero yo había florecido igualmente, me había llevado la primavera dentro de mí... Y nadie nunca más pudo quitármela.