Patricia Abarca. Matrona. Doctora en Bellas Artes
Tanto las emociones como los sentimientos nos ayudan a adaptarnos y a formar parte activa del entorno, y éstos, nos gusten o no, cumplen una función en nuestra calidad de seres humanos y según lo que nos toca vivir, por eso no hay sentimientos ni buenos ni malos. El sentimiento de culpa actúa como un mecanismo regulador de nuestras acciones, permite darnos cuenta de que hemos hecho daño, esto nos provoca inquietud, y la inquietud nos hace buscar la reparación del daño. El problema surge cuando se tiene un exceso de culpa y no podemos librarnos de ella, o cuando nos hacen sentir culpable, chantajeándonos emocionalmente, sin ser realmente culpables de lo que pasa, y también -quizás lo más dañino- cuando se tiene disminuido, tergiversado o anulado el sentimiento de culpa, como ocurre con los psicópatas, que suelen no sentir culpa por el daño que causan.
Como todos los aspectos psicoemocionales, el mecanismo de la culpa lo aprendemos principalmente en los primeros años de vida, y además del carácter genético -y sin considerar las enfermedades psíquicas-, influye en gran medida en cómo vivimos la culpa, la forma como nuestros padres han actuado con nosotros: permitiéndonos vivenciar un sentimiento de culpa sano y consciente, o haciéndonos sentir culpables de forma injusta, manipulándonos emocionalmente, o bien llevándonos por el camino de la indolencia y la falta de responsabilidad.
Generalmente, los mecanismos de culpa insanos que aprendemos en la infancia continúan siendo reforzados a lo largo de la vida, a menos que nos hagamos conscientes de ello y decidamos cambiar la conducta aprendida; tanto el exceso como la falta de culpa pueden llevarnos a la inmovilidad, la negación, el desinterés, la indolencia, la agresividad o la adicción, perdiendo el rumbo de nuestra vida y el sentido de lo que queremos hacer.
A modo de ejemplo, en un extremo tenemos a aquellos padres que hacen sentir culpable a un hijo porque no hace lo que ellos quieren, porque no estudia, porque tiene otro carácter, etcétera, replicándole en diferentes circunstancias: "¡nos has decepcionado!", "¡no has actuado como esperábamos!", "¡eres un egoísta!", "¡no vales nada!", etcétera. Lo más probable es que estos padres hayan tenido siempre esa actitud de chantaje emocional, exigiéndole lo que ellos quieren sin tener en cuenta las necesidades y capacidades reales del hijo. El comportamiento del hijo estará entonces condicionado por un mecanismo de defensa -que habrá comenzado en la infancia- para no sucumbir a la manipulación emocional de sus padres, y si el carácter del hijo es fuerte seguramente hará lo que él desea, pero en su interior sobrellevará un sentimiento de culpa que influirá en otras áreas de su vida.
En el otro extremo vemos a los hijos que agreden a sus padres o a sus compañeros sin remordimiento alguno; lo más probable es que entre los factores que llevan a sentir este tipo de indolencia ante el daño causado a los otros está el de una infancia excesivamente consentida, sin normas y exclusivamente centrada en el niño, no dándole a entender que, además de él, las otras personas que existen en el mundo también tienen derecho a ser respetadas y amadas; a estos niños generalmente tampoco se les enseña a ser conscientes de las consecuencias de sus actos ni a responsabilizarse de ellos.
Esta enseñanza, como ya he dicho, se inicia en los primeros días de vida, no a los cinco, a los diez o a los quince años como algunos padres creen -esperando que sus hijos "tengan conocimiento para darles a entender las cosas"-, ya que el cerebro configura la estructura emocional de las conductas y el comportamiento en los primeros dos a tres años vida, y como respuesta al propio comportamiento de los padres. En los años posteriores, tanto a través de la educación como de aquello que nos va aconteciendo, así como de la capacidad que tengamos de ser conscientes de lo que nos pasa, vamos simplemente agregando, reforzando, reprimiendo, corrigiendo y, en el mejor de los casos, sanándonos sobre esa estructura base.
Como sabemos, hay innumerables hecho cotidianos que nos pueden generar un sentimiento de culpa: el gastar dinero en algo que realmente no necesitamos, el alimentarnos de una forma inadecuada, el hecho de sentir que traicionamos a un amigo, a nuestra pareja o a un compañero de trabajo, el no poner lo mejor de nuestra parte en el desempeño laboral, el creer que nosotros mismos somos causantes de aquello que nos toca vivir, como suele ocurrir con quienes están en el paro, no encuentran trabajo o con las personas maltratadas. Respecto a lo último, se sabe que la desvalorización, el chantaje emocional y la manipulación psicológica que aplican los maltratadores a sus víctimas a través del discurso verbal es tan deformador que las propias víctimas comienzan a dudar de sí mismas, culpabilizándose de lo que les ocurre y siendo ésta una de las razones de por qué el maltrato se oculta y no se denuncia.
El mecanismo de la culpa se configura de tres componentes: uno es el acto o la actitud causante del daño -lo que puede ser real o imaginario-; el segundo es la percepción negativa del hecho y la autovaloración por parte de la persona, es decir, hasta qué punto soy o no responsable de lo que ha ocurrido; y el tercero, la emoción negativa que se experimenta al sentirnos responsables del hecho y que nos llevará a querer subsanar de alguna manera el daño, ya sea disculpándonos o bien corrigiendo de alguna manera el error. Si esta emoción negativa no es compensada conscientemente y de manera adecuada, se producirá el remordimiento, y si no se buscan estrategias reparadoras que nos ayuden a transformar o sanar el remordimiento, éste puede acompañarnos toda la vida.
Es muy importante tener claro que cuando el sentimiento de culpa emerge a partir de un hecho real, es sano sentirlo, ya que refleja un estado de normalidad, conciencia y responsabilidad con lo que nos acontece y con lo que ocurre a nuestro alrededor. En estos casos es importante asumir la culpa con tranquilidad -todos cometemos errores- y ver de qué manera podemos enmendar el daño hecho, ya que ese será el mejor antídoto para nuestro dolor y para el dolor de los otros.
Más información
http://procreartevida.wordpress.com