Carla Iglesias. Aqua Aura
Desde hace muchos años una profunda atracción hacia los minerales me ha unido a ellos de forma mágica en mi vida. Hoy comparto con vosotros, queridos lectores, cómo fue esa primera vez en que ellos abrieron las puertas de su maravilloso universo. Ojalá os guste.
Tenía once años y concurría a una escuela Waldorf. De repente, mi vida cambió. En una clase de "mineralogía" un maestro llamado Blaich nos enseñó una piedra esférica, marrón, áspera, de unos 7 cm de diámetro, indicando que la agitáramos al lado del oído. El silencio se extendió por la sala, donde estábamos veinticinco niños colocados en semicírculo. Poco a poco, fueron cambiando nuestras caras a medida que íbamos descubriendo que ese mineral era hueco y que en su interior había líquido.
Después de pasar por todas las manos, el mineral fue retirado, lavado y colocado sobre una pequeña toalla blanca. El maestro nos enseñó un martillo, con mango de madera y cuerpo de metal; por su lado más afilado, con suma precisión, dio un golpe seco y retiró la piedra, escondiéndola de la vista de toda la clase.
El maestro Blaich –con sus más de 1,90 metro de estatura, ojos azules y grandes cejas canosas– cerró sus ojos y respiró profundamente… para "oler" la toalla que había puesto debajo del mineral. Acto seguido nos pidió que nos pasáramos ese paño y que, como él había hecho, comprobáramos a que olía.
Nuestros comentarios fueron los más diversos: "huele a prehistórico", "a museo de ciencia", "a tierra mojada"... De improviso un compañero hizo un nuevo comentario, afirmando que lo que olía era el agua que había caído a la toalla al romperse la piedra.
Todos nos quedamos estupefactos al escuchar la siguiente frase: "Si había agua dentro del mineral, es una geoda de amatista y esa agua le da la vida". ¡Dios mío! Era increíble, igual que una mujer cuando tiene en su vientre un bebé.
Los siguientes cinco minutos fueron los más largos que recuerdo, cuando el maestro nos pasó una de las mitades de la piedra para que la viéramos... y me fue difícil aguantar la curiosidad hasta que llegó a mis manos ese trozo resquebrajado, lleno de puntas diminutas y brillantes de color morado.
Aprendimos que, debido a la cantidad de minerales que contiene el agua del interior de la piedra, se cristalizan pequeños triángulos, formando los "picos naturales" de la amatista.
A partir de ese día yo descubrí mi vocación, mi gran amor por la tierra y por los minerales. También la magia de la geometría sagrada.
Así, poco a poco, he formado mi concepto de cómo aprender de un mineral:
sintiendo,
amando la tierra,
conectándonos y dejándonos llevar por la magia que nos enseña ese maravilloso mundo.
Al final de aquella clase magistral se regalaron las dos mitades de esa geoda y me llevé mi pequeño tesoro como recuerdo de uno de los días más importantes de mi infancia.
Os doy las gracias por compartir este pequeño capítulo de mi vida, deseando a todos un feliz verano y que podamos seguir creciendo juntos en este maravilloso mundo que es la gemoterapia.
¡Hasta septiembre!
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