Eduardo H. Grecco. Psicólogo, Maestro de Terapia Floral
Es bien curioso el hecho de que a pesar del crecimiento de la conciencia en torno de los temas de violencia en todas sus formas, cada día el registro de personas sujetas a los efectos devastadores del abuso, el maltrato, la hostilidad y la agresión aumenta. Parece como si los recursos terapéuticos, las campañas de concientización no pudieran combatir este flagelo. Y es que si no se reconoce que estas conductas son estructurales y no solo fruto de actitudes patológicas de personas individuales no se avanzará mucho en el tema. Necesitamos comprender los patrones arquetípicos, constelares y personales que están en la base de este sistema de vínculos humanos.
En este sentido cobra importancia el concepto de complejo materno junto al de personalidad.
Los complejos son una conjunción de sentimientos, conductas, deseos, necesidades, vínculos, fantasías, creencias y actitudes. Representan fuerzas vivas, suprimidas de la conciencia, que condicionan nuestra vida, nuestro destino y nuestras relaciones, y son responsables de las escenas y dramas repetitivos de nuestra biografía. Vemos la vida a través de nuestros complejos y somos atraídos por su potencia, que proviene del pasado arquetípico y se recrea en el infantil.
Los complejos no son buenos ni malos, sólo son. Ellos señalan nuestras heridas, que la conciencia ignora, y de ellos brota la energía a partir de la cual escribimos los argumentos y quimeras, fábulas y novelas, memorias y olvidos, que llamamos nuestra historia.
Sin duda alguna, el complejo materno es el más impositivo de todos los complejos: estamos atados a él por un pacto con el destino, le debemos una lealtad insobornable. Fue la madre quien nos dio la vida, nos nutrió, sostuvo y protegió, y esto genera una deuda inconsciente que hace sentir que alejarnos del programa materno para nuestra vida nos enfrenta al hecho de perder el amor de la madre y/o ser desamorado con ella, es decir, caer en el desamparo o en la ingratitud. Su poder es de tal magnitud que, como señala Jung, “antes bien, con una en ocasiones despiadada voluntad de poder, hace prevalecer su instinto maternal hasta destruir la personalidad y la vida personal de los hijos”. En suma, a la madre le debemos la vida y, a veces, es una vida que no nos deja vivir. La madre está —siempre— dentro de uno susurrando cosas, indicando caminos, creando sentires…
El programa materno para nuestra vida se hace carne como personalidad, de manera que la personalidad es, en realidad, la cristalización del complejo materno (el proyecto de mi madre para mí) asumido como algo propio. Vista de ese modo, la personalidad es una prisión en donde nuestro Ser queda secuestrado y condicionado a partir de la mirada y el deseo materno, y todo el tiempo permanecemos allí, encarcelados, ignorantes de la trampa en la que estamos inmersos.
En síntesis, aquello que llamamos personalidad es la consolidación del complejo materno en nosotros, lo que nuestra madre dijo que fuésemos. Por lo tanto, cuando luchamos por hacer valer la personalidad, como si en ello nos fuera la vida, en lugar de vivir nuestra existencia, ser felices y seguir nuestro propio camino, fortificamos el complejo materno y nuestra dependencia de él. Aunque resulte paradójico, defender nuestra personalidad es salvaguardar la Madre en nuestro interior.
El complejo materno es la principal fuente de las odiseas repetitivas de la vida, y la personalidad, según Guy Corneau, en un concepto muy cercano al que manejamos aquí, es “un conjunto de reacciones que están condicionadas por las penas y las alegrías del pasado, así como por la interpretación que hace de ello el niño en su mundo”.
De manera que la personalidad es pasado, una fortaleza dedicada a defender la permanencia del complejo materno para así asegurar la pervivencia de la ideología patriarcal en el día a día de nuestra vida y, por lo tanto, mantenernos esclavos al orden que ella sostiene, una ideología y una práctica en donde el abuso, el maltrato y la violencia forman parte de la vida cotidiana.
De todos modos, si existe esta construcción psicológica y cultural que es la personalidad, alguna razón le debe asistir para tener presencia y formar parte de la estructura humana. El hombre va descubriendo, por el dolor que ella le provoca, los oscuros recovecos de su interior y de las sujeciones que lo atan al orden patriarcal.
La Terapia Floral nos brinda un marco para entender y sanar estas situaciones y los efectos que causan en las personas las conductas de abuso, violencia y maltrato, y nos permite arribar a la autonomía necesaria que caracteriza la madurez.