Quién es
Doctor en Filosofía, en Teología y en Pedagogía, es director de la cátedra Ethos de la Universitat Ramon Llull. Ha publicado un gran número de ensayos que han sido traducidos al francés, alemán, inglés, italiano y portugués, entre otras lenguas. Preside distintos comités de ética y es académico de número de la Real Academia Europea de Doctores. Entre sus obras filosóficas cabe destacar “Inteligencia espiritual”, “La ética como angustia” y “Mundo volátil”. Es también autor de “Inteligencia espiritual en los niños”, coautor de “Inteligencia espiritual y deporte” y acaba de publicar “Vivir en esencial. Ideas y preguntas después de la pandemia”.
Contacto: francesctorralba.com
Aurelio Álvarez Cortez
-Millones de sanitarios han pedido a los dirigentes políticos de todo el mundo, a través de una carta, que piensen que es primordial la relación con la naturaleza, para que lo ocurrido no se repita.
-Leonardo Boff, una figura que siempre me ha dado mucho que pensar, especialmente en los últimos tiempos se ha dedicado a analizar el valor del cuidado de la Tierra, de los vínculos, de la naturaleza. Y me parece que en esta crisis pandémica uno de los valores que ha emergido con mucha fuerza es el valor del cuidado. Precisamente porque hemos constatado nuestra fragilidad, nuestra vulnerabilidad, y cuando comprobamos nuestra insuficiencia, nuestra dependencia, nos damos cuenta de que debemos tener cuidado de esta realidad tan volátil que es la naturaleza y las relaciones que tenemos con ella. Por eso me alegra que haya tantos sanitarios en el mundo que exijan otro tipo de relación con los ecosistemas. Es una buena noticia. Otra cosa es si los poderes fácticos, políticos, económicos, acusan recibo y cambian el modo de gobernar. Necesitamos una política, una gobernanza centrada en el cuidado de la Tierra y del ser humano.
-Obligatoriamente hemos aprendido, en estos tiempos de confinamiento, a vivir en incertidumbre. Y con ella, como siempre, su compañera incómoda, la impotencia.
-La incertidumbre es un dato que forma parte de la condición humana eternamente, no es una novedad. Un texto de San Agustín, del siglo V, afirma que “todo es incierto, solo la muerte es cierta”. No sabemos cuándo, cómo ni dónde, pero la única certeza que tenemos es que todo ser que nace, muere. Por lo tanto, siempre hemos sabido de esta realidad de la incertidumbre y está expresada en los textos de las grandes tradiciones espirituales. Sin embargo, ahora la percibimos con mucha más ansiedad porque vivíamos un mito, una ficción, del control, del dominio; parecía que teníamos tecnológicamente controlado el mundo. Pero observamos que no es así y que vivimos en un clima de incertidumbre social, política, económica, educativa. Ese no saber a qué atenerse genera mucho desasosiego, mucha inquietud, todo tipo de angustia. La clave es aprender a vivir con esta incertidumbre y a tomar distancia, no querer aferrarse a lo que es volátil; eso que llamaban desapego o desasimiento, expresiones muy familiares, tanto en la tradición budista como en la tradición cristiana, especialmente en la mística cristiana, castellana, de Santa Teresa o San Juan de la Cruz.
-¿Cuáles son los recursos más oportunos en este contexto, sin mapas cartográficos que nos puedan guiar en su andadura?
-No cabe duda de que vivimos un tiempo de cambio de paradigma, de transición, un mundo está cayendo y nace otro nuevo. Cuando esto sucede aparecen dos tendencias: una que intenta salvar el mundo que tambalea, es nostálgica, reconstruccionista, y otra que observa lo que está emergiendo para emprender nuevas fórmulas, nuevos caminos y formas de vivir.
Hay formas que ya se han demostrado completamente insostenibles, como el consumismo voraz y el individualismo o hiperindividualismo. Por el contrario, estamos observando que emergen valores sostenibles en la sociedad. Pasar de un vehículo que genera CO2 a la bicicleta es un cambio en el modo de desplazarse que tiene asociado un tipo de valores nuevos. Entonces, de lo que se trata es pasar de un hiperconsumismo irresponsable a un consumo consciente o responsable, de una actitud materialista a descubrir valores postmaterialistas. Todas estas transiciones siempre generan dolor porque no es fácil dejar lo que uno tenía, lo que uno amaba, en ese entorno donde se sentía cómodo. Sin embargo, es la única forma de poder aprender de esta situación crítica en la que nos hallamos. Tiempos de cambio… No sabemos cuánto tiempo durará esta transición, pero estamos metidos de lleno en ella.
-Una frase tuya me ha gustado especialmente: “el talento compartido es imprescindible para salir del atolladero”.
-Me interesa mucho eso que llamamos inteligencia cooperativa, que consiste en unir como en una red distintos nudos, diferentes talentos. Cada uno nace con un tipo de talento, matemático, filosófico, manual, artístico; hay personas con sentido del humor, con capacidad de escucha y de consolación. Solo podemos salir de un atolladero si nos vinculamos unos con otros, aportando cada cual su talento. Lo que no hay es una salida unilateral o unidimensional porque, aunque haya personas muy polifacéticas y con múltiples capacidades, aun así no tienen una visión global, integral.
La comunidad donde cada uno aporta su talento para mí es un modo nuevo de liderazgo, un coliderazgo, una cogobernanza, todo lo contrario al neopopulismo, donde un individuo supuestamente tiene la capacidad clarividente de ver dónde hay que ir. Practico un escepticismo muy riguroso respecto a este tipo de propuestas unipersonales. La clave está en la comunidad, en la escucha y en aportar talento individual para crear una red más sabia de vida.
-¿Ha aparecido alguna nueva ideología utópica?
-No, lo que hay ahora es, por un lado, un pensamiento muy distópico y contrautópico. Abundan los profetas de calamidades, los discursos apocalípticos, en el cine, la literatura, la ensayística, los artículos de prensa. La idea es que estamos más cerca del perverso final o de la deconstrucción del mundo. Y luego prolifera otro tipo de discurso que es el transhumanista, que para mí es una utopía ingenuamente optimista, lo que llamamos el tecnooptimismo, que pone toda la confianza en el poder omnímodo de la tecnología como redentora, como una divinidad que nos salvará de todos los males de la condición humana, incluso de la muerte, y nos garantizará una longevidad indefinida en el tiempo. Entre el discurso apocalíptico y este transhumanismo tecnooptimista tenemos que sentar las bases de una visión del mundo realista, muy fundada en lo que somos. Somos seres vulnerables, sociales, dependientes, con capacidades, pero con muchas carencias. No podemos olvidar eso a la hora de pensar en lo que podemos forjar, si no creamos quimeras que generan una gran desilusión con el tiempo.
-¿Sentimos un poco de nostalgia del “paraíso perdido”?
-El mito del paraíso perdido es una constante en las grandes tradiciones espirituales, lo observamos ya en el Génesis, en la Biblia. Por tanto hay un mito que es común al judaísmo, al cristianismo y al Islam: la pérdida de un paraíso donde al principio había armonía, paz y una relación ecuánime entre todos los seres: hombre, Dios, naturaleza. Esto también está en Platón, la nostalgia del mundo de las ideas del que caímos y fuimos atrapados en un cuerpo. La sensación de que nos falta algo es también constitutiva del ser humano. Esta sensación de carencia es lo que nos mueve a buscar esa plenitud, a veces por vías y senderos completamente equivocados que nos generan mucho más inquietud y desasosiego, pero el ser humano constata esa carencia y a la vez la voluntad de querer llenarla y culminarla con algo. En esa búsqueda estamos, algunos a través de las tradiciones espirituales, otros mediante el arte o la filosofía, pero en cualquier caso en la búsqueda de una plenitud, porque somos peregrinos de esa plenitud.
-¿En el horizonte nos espera un mundo orwelliano?
-Un mundo donde habrá mucho más control, vigilancia, de nuestras vidas cotidianas a través de dispositivos tecnológicos. Hoy ya es un hecho, desde el 11 de septiembre de 2001 con la caída de las Torres Gemelas el mundo cambió. Es un hombre caracterizado por el miedo. Zygmunt Bauman lo expresó muy bien en su obra “Miedo líquido”, un miedo que está penetrando en todas las esferas, en todas las instituciones.
Cuando hay miedo se genera una sociedad de la vigilancia que quiere controlar, fiscalizar, observar, como el panóptico de Jeremy Bentham, la idea de un ojo que controla todos los seres humanos. Y eso, en el contexto de la crisis pandémica, lo vamos a aceptar, a tolerar, a legitimar. Porque queremos estar seguros y tener salud, por tanto cederemos nuestra intimidad, la regalaremos, renunciaremos a nuestra libertad de movimiento, de expresión, de manifestación, y eso llevará a una monitorización de la vida de los ciudadanos. La tecnología lo hace posible; permite saber dónde vas, dónde estás, qué has comprado, cuánto te has gastado, si tenías o no el virus… Un control muy concreto y pormenorizado de la vida de cada uno de nosotros.
-Ante este panorama, siempre hay un sector de la población que se resiste, se opone y lo rechaza, pacífica o violentamente. En grandes ciudades, como Nueva York, gente joven ha iniciado un éxodo hacia zonas rurales. ¿Irá a más esta tendencia?
-Lo que se producirá, y es lo que leemos en prospectivas y pronósticos, es la condensación de grandes masas humanas en grandes urbes, metrópolis. Ya lo vemos en Buenos Aires, Río de Janeiro, Calcuta, Pekín, ciudades monumentales con enormes barrios de pobreza, las favelas, las villas, donde malviven millones de seres humanos. Pero están los resistentes, siempre han existido, como los zelotes del Imperio Romano. Son grupos reducidos que no se instalan en esa cultura y que viven en la resistencia. Dos ejemplos: vivimos en una sociedad caracterizada por la hiperaceleración y reactivamente nace el Movimiento Lento, Slow Movement, que aboga por un tipo de vida calmada, sosegada. Y respecto a los jóvenes neorrurales o neohippies, que rompen con la urbe, con las empresas, con la cultura de la exhibición, el consumismo y la apariencia, se van a un lugar donde generan una agricultura ecológica y de parto natural. Son reacciones in extremis frente a la realidad que se impone, pero no creo que se conviertan en una tendencia que se amplíe en el futuro.
-Citas un dato llamativo: los profesores detectan un déficit de expresión corporal y de dominio del lenguaje no verbal en la mayoría de sus alumnos, nativos digitales.
-Yo lo constato. Soy profesor desde hace 26 años en la universidad y tengo la suerte de compartir el aula con muchísimos jóvenes desde septiembre hasta junio; ahora, por la pandemia, seguimos las clases digitalmente.
Observo un déficit tanto de oralidad, de expresión oral, de sentimientos, emociones, recuerdos, de articulación verbal, como de expresión no verbal, gestualidad, corporeidad, eso que domina el actor, la actriz, el payaso y el mimo, figuras que tienen una enorme capacidad de lenguaje corporal e inteligencia emocional. Eso se debe en gran parte a que los hemos convertido en seres adosados a un teclado, a una máquina, además con una gran tecnodependencia. Hablo de tecnoadicción que genera un síndrome de abstinencia cuando no tienen el smartphone, el ipad, a su alcance. Son internautas denominados nativos digitales tecnodependientes, con muchas carencias de expresión verbal porque no están acostumbrados, no han sido entrenados, educados en ello. No les imputo la responsabilidad, pero en el ámbito educativo deberíamos ser capaces de desarrollar estas habilidades lingüísticas corporales que han quedado olvidadas; en cambio, hemos desarrollado las habilidades y la competencia de tipo digital, lo cual es muy necesario también en nuestro mundo.
-Debemos transitar desde la conciencia tribal hacia la planetaria, dices. ¿Esto implica pensar más en deberes que en derechos?, ¿contribuir más a lo global?
-En esta crisis se ha puesto de manifiesto la mentalidad tribal, que solo tiene como objeto de preocupación su casa, su tribu, su pueblo, su gente. Pero el mundo le es indiferente. Eso no es posible en un mundo interdependiente. Si todo es una gran red, interconectada, no puedes ser impasible con lo que ocurre a miles de kilómetros de distancia porque al final te va afectar. ¿Qué hemos observado con la pandemia? Cuando empezó en China, en Italia, España o Alemania pensábamos “esto está muy lejos, no llegará”. Y sin embargo, finalmente, tuvimos que encerrarnos en casa, cambiarlo todo; cancelar nuestra agenda, eventos deportivos, culturales, académicos, sociales… Esto exige otro tipo de conciencia, pasar de la conciencia individual o tribal a la conciencia global, de concebirme como ciudadano de un barrio a ciudadano del mundo. Y se requiere una ética global, esa idea expresada por Hans Küng.
Por lo tanto, hay que pensar en deberes, obligaciones mundiales, y estamos a años luz de hacerlo. De momento tenemos una Declaración Universal de los Derechos Humanos, de 1948, pero nos falta una declaración de las obligaciones con la naturaleza, el prójimo, con nuestros cuerpos, la atmósfera, los animales. No está escrita porque es mucho más difícil exigirse deberes que reconocer derechos, y hasta que no haya deberes de carácter global será casi imposible que podamos orientar este transatlántico. Estamos preocupados por el camarote, pero el barco se hunde.
-Hemos tenido ocasión de practicar la contemplación, aunque no lo hubiéramos hecho nunca.
-La desaceleración nos ha abierto nuevas posibilidades latentes. Cuando a uno lo paran obligatoriamente descubre universos ocultos. La gratitud, la contemplación, el cuidado, la oración, la meditación… todo eso estaba ahí, olvidado. Pero uno se da cuenta de que lo puede cultivar, incluso la conversación. Durante estos meses y medio en casa con mis hijos y mis hijas he conversado más que en todo el año porque nos hemos encontrado juntos comiendo en el mismo espacio, el mismo salón, y eso ha generado unas conversaciones que jamás había tenido. Sentado en el balcón de casa, he contemplado un gran árbol que antes no había observado. Algunas personas se han acercado a libros que tenían en el comedor de su casa, llenos de polvo, y han empezado a leer el Libro de Job, “Guerra y paz” o “El idiota” de Dostoievski. Es verdad, hemos desarrollado otras habilidades, fruto de esta desaceleración impuesta.
-Hablas del papel de la condición femenina en estos nuevos tiempos…
-Leí un manifiesto publicado por profesoras, intelectuales, escritoras francesas, pero también de otras partes del mundo, que publicó Le Monde. Me interesó mucho, traduje algunos fragmentos y los recogí en el libro que estamos comentando. Ellas decían que la mujer históricamente ha estado en la casa ejerciendo como cuidadora principal. Y esta función ha sido ninguneada, despreciada, ignorada por completo en la vida pública. Sin embargo, lo que estamos observando es que, en contextos de pandemia, el cuidado es imprescindible y esa tarea indiscutiblemente han sido las mujeres quienes la han desarrollado. Han cuidado a los más vulnerables, niños recién nacidos y ancianos con dificultades y todo tipo de senilidad. Esta idea de aprender de un valor que va vinculado históricamente con la condición femenina significa un desafío para el ser humano masculino, el hombre. Abrir la posibilidad de que “tú también puedes cuidar”, aprender este ejercicio del cuidado que es indispensable para el presente y para las generaciones futuras.
Dicha tarea me ha interesado mucho, de hecho publiqué hace años “Liderazgo ético”, donde me centré en analizar un tipo de liderazgo que se denomina caring leadership, liderazgo fundado en el cuidar. Un buen líder es el que cuida de las personas, de las instituciones que lidera, del mundo en el que está. La mayoría de autores que escribían sobre el caring leadership eran mujeres que hablaban de la necesidad de articular un nuevo liderazgo en el mundo, fundado en el cuidar. Por eso lo subrayo también aquí de un modo más colateral. Llevo años reflexionando sobre el cuidado como una aportación histórica de la condición femenina a la civilización.
-Hemos visto actos de solidaridad, de apoyo, un “aquí estoy”, entre los más jóvenes y los que más años llevan. ¿Qué es el pacto intergeneracional que tú mencionas?
-Significa dos movimientos. Por un lado, los jóvenes para poder ser y desarrollarse han necesitado de sus padres o de las generaciones mayores. Solos no podemos hacerlo, necesitamos la comunidad. Esto es una evidencia; cuando nace un ser humano, si se le deja solo, aislado, encima de una piedra, se muere al cabo de unas horas. Si llegamos a ser algo es gracias a alguien que nos ha regalado su tiempo, su experiencia, que nos ha cuidado, nos ha alimentado, nos ha amamantado, nos ha transmitido la lengua materna, nos ha enseñado a escribir y leer… estamos en deuda. ¿Y esta deuda cómo se paga? Se paga cuidando a la persona anciana cuando ya no puede valerse por sí misma. Esto es el pacto intergeneracional. Tú me cuidaste, yo te cuido. Tú cuidaste de mí cuando yo era vulnerable y dependiente, gracias a este cuidado yo crecí, alcancé mi autonomía, me emancipé, pero no olvido lo que hiciste por mí. Ahora yo te cuido para que tengas un final de vida plácido, digno, decente.
Es un pacto que ha funcionado históricamente en las civilizaciones; un pacto oral, sin papeles, sin notarios, pero que ha funcionado en China, África, Europa, Latinoamérica. No obstante, lo que observamos es la dificultad de mantener este pacto. Muchas veces el joven adquiere la autonomía y el anciano está solo en su casa y muere solo, o lo apartamos en una especie de “aeropuerto” que son los geriátricos y, luego, los tanatorios. Se trata de fortalecer este pacto, reconocer que he sido cuidado y que eso me exige cuidar de quien me cuidó, velar por su desarrollo y su final digno de vida.
-En el final del libro dices “para ser y seguir siendo, basta con muy poco”. ¿Cómo me doy cuenta de ello?
-Te das cuenta especialmente en contexto de crisis porque te depura la mirada, comprendes qué es lo esencial y lo anecdótico, qué es lo sustantivo y lo accidental. Un ejemplo. Cuando uno hace el Camino de Santiago, de Roncesvalles a Santiago de Compostela, más de 600 km, cada día 25, ¿qué aprende?, que cuando menos cargado vaya, mucho mejor; si puede poner poco en la mochila, mejor. Salen menos ampollas, se cansa y suda menos, va más ligero. Este aprendizaje es básico en la vida. Y cuando uno va muy cargado de objetos, de propiedades, de títulos, rangos, cargos, se cansa, se agota y no llega a Santiago.
Es verdad, para ser y subsistir se requiere poco, y eso es una crítica brutal al hiperconsumismo y a la cultura de la exhibición que se funda en el tener. Eso ya lo reprochó Erich Fromm en los años 70 y no lo deberíamos olvidar. La clave está en vivir conforme al ser y no al tener, porque esto simplemente nos vacía de nuestra riqueza interior.