Luz Monteagudo González
Todos hemos pasado por momentos en los que, inesperadamente, encontramos la solución a aquello que hasta entonces considerábamos irresoluble. O experimentamos una fuerza desconocida que nos lleva a luchar por lo que más queremos cuando ya estábamos a punto de tirar la toalla. Momentos en los que nuestro trabajo se hace perfecto y, más que obra propia, parece fluir a través de nosotros.
La palabra precisa asoma sin ningún esfuerzo ni voluntad consciente; ejecutamos la acción idónea sin dedicarle ningún pensamiento previo; sentimos la necesidad imperiosa de cambiar de planes y pasado un tiempo descubrimos que el plan original habría sido una catástrofe. Instantes en los que, de repente, te sientes más cerca que nunca de otra persona y de tus labios surgen unas palabras de sabiduría que la ayudan a salir del bache en que se encuentra. En esas situaciones sentimos como si, durante unos instantes decisivos, una fuerza benéfica tomara el timón de nuestra vida para llevarla a buen puerto o para ayudar a alguien.
Nos convertimos en vehículos de esa fuerza bondadosa que parece buscar lo que en nuestro yo más profundo todos buscamos.
La gracia es esa ayuda misteriosa tan imprevista; un regalo que nos lleva a sentir menos miedo ante la vida porque, de alguna forma, experimentamos que algo invisible nos sostiene. Cuando nos abrimos a esa energía o fuerza superior, nuestro día a día se convierte en una combinación de lo que nos llega espontáneamente y lo que elegimos hacer en respuesta a ello.
Aunque tendemos a relacionar el término gracia con el cristianismo, no siempre ha sido así. Ya Sócrates afirmaba que la excelencia moral era sobre todo un don de los dioses; y, en "La Ilíada" y "La Odisea", se entiende que detrás de cada logro o virtud del héroe está la ayuda o gracia de un dios. Lo contrario es la hibris, la creencia arrogante de que nuestras habilidades son todo lo que necesitamos para lograr nuestro propósito. Lo cierto es que cualquiera, ya crea o no en Dios, puede observar ese aspecto de la vida que conocemos como gracia. Esa fuerza superior no tiene por qué identificarse con la visión tradicional de Dios. Puede tratarse de una parte trascendental de nuestra psique que va más allá del ego, y actúa a través de la sincronicidad, la serendipia, ciertas coincidencias y la inspiración.
Las musas del arte, figuras que escapan a nuestro control, no son más que personificaciones de la gracia. Tolstoi habló de esa fuerza misteriosa que fluía a través de él y la reconocía como verdadera autora de sus obras. El carisma es otra de sus manifestaciones. De hecho, el término gracia que figura en el Nuevo Testamento es una traducción de la palabra griega Kharis, aquello que da alegría o buena fortuna; y el carisma es precisamente un don gratuito destinado a ser compartido. En otras ocasiones, la gracia se manifiesta como una imagen o sensación. En "El hombre en busca de sentido", Viktor Frankl cuenta cómo en un momento de extremo sufrimiento encontró consuelo al recordar el rostro de su mujer: "Comprendí cómo el hombre, desposeído de todo en este mundo, todavía puede conocer la felicidad, aunque sea sólo momentáneamente, si contempla al ser querido".
El teólogo alemán Karl Rahner contemplaba la gracia como algo dentro de nosotros que quiere trascender los límites del ego, separarse del miedo y la compulsión, y liberar nuestro yo más creativo. También encontramos este término, y con un sentido similar, en otras tradiciones religiosas. En el Bhagavad Gita, Krishna dice a Arjuna: "Por mi gracia, pasarás por encima de todos los obstáculos de la vida condicionada". En el budismo se contempla una dimensión que hace referencia a la ayuda que recibimos de los bodhisattvas: la dharma-niyama. De hecho, la presencia de esa ayuda misteriosa es un requisito indispensable para alcanzar la iluminación, un estado que no se obtiene a voluntad y para el que los esfuerzos humanos no son suficientes.
También encontramos la gracia en la contemplación de la naturaleza. El planeta Tierra, con su sol, estrellas, estaciones, flora y fauna, es una fuente de regalos y un canal por medio del cual se manifiesta lo trascendente. La naturaleza es hermosa porque genera y apoya la vida, convirtiendo el universo en algo cercano y amigable. El amor a la naturaleza engloba todos los aspectos del mundo natural, también sus peligros. La naturaleza no cambiará para ajustarse a nuestros deseos y tranquilizarnos; sin embargo, la aceptación de todas sus manifestaciones sí nos tranquiliza.
Finalmente, la gracia guarda muchas similitudes con el amor. Al igual que la gracia, el amor no tiene que ser ganado, sino que es un regalo que damos libremente al otro. La gracia también nos es dada libremente, y es ella la que hace que el amor se vuelva incondicional.
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Si deseas profundizar más en esta fuerza misteriosa, encontrarás más claves en "El poder de la gracia", de David Richo (Editorial Elefthería).